Hace unos años tuve la oportunidad de poder asistir al nuevo montaje de Parsifal en el Metropolitan Opera, realizado por François Girard, una lectura a mitad de camino entre el simbolismo que caracterizó la última producción del Anillo de los Nibelungos de Robert Lepage en el Met, con la batuta de Fabio Luisi. Nos enteramos al llegar al Aeropuerto del fallecimiento de HCF y a pesar de intentarlo, se me colaba la realidad venezolana al ver el desconcierto, la soledad, la terrible pobreza y desolación del Castillo de Monsalvat. La imagen del Rey de la comunidad del Grial, sin capacidad para curarse u obtener alivio a sus sufrimientos, tenía otras lecturas. La herida de Amfortas, como bien dice Dieter Borchmeyer, es una imitatio perversa de la herida de Cristo, producida por la lanza del soldado romano. La de Amfortas es consecuencia de la corrupción moral, la de Cristo produce redención; una lesión de la piel que sólo encontrará cura cuando Parsifal se transforme en figura redentora. Sólo el contacto con la lanza que penetró el costado a Cristo, robada por el hechicero y malvado Klingsor, podrá aliviarle el sufrimiento a Amfortas. Ambas heridas están vinculadas y relacionadas entre sí. Parsifal tendrá que recuperar el arma y convertirla en instrumento místico.
La impresión inicial que da este nuevo montaje de Parsifal es la de una puesta en escena capaz de abordar la problemática social contemporánea. Obviamente, teníamos en mente el anuncio reciente, el día anterior, de la muerte de Chávez, pero aún así, con el desplazamiento cultural y geográfico asociado a una viaje a Nueva York, no pudimos, por más que lo deseamos, dejar de vincular los temas fundamentales de la ópera a nuestro país. Wagner no se refiere, no estudia o analiza el mundo medieval, más bien utiliza las imágenes que proporciona la literatura de caballería para ofrecer una interpretación, si no de la sociedad alemana de la segunda mitad del siglo XIX, o más reciente, al menos de un tiempo mítico, fuera de la historia, que puede siempre servir para la elaboración de una lectura política contemporánea. El abordaje del tiempo histórico wagneriano señala sin tapujos la desolación de la política y de sociedades cuyos líderes han preferido la satisfacción personal al cumplimiento de mínimos deberes.
La diferencia con un anterior montaje de Parsifal en el Met que conocíamos, bajo la producción de Otto Schenk, es abismal. Aquella vez, a comienzos de los noventa, James Levine fue capaz, como siempre lo ha hecho, de comunicar una poderosa intimidad con el paisaje sonoro de Wagner. Pero hasta ahí: el montaje era contradictorio. La corrupción del reino de Amfortas y de Klingsor se mostró con una reconstrucción de paisajes que parecían tomados de una película de Heidi, con flores en el campo. Por más que el gran tenor alemán Siegried Jerusalem, interpretara a Parsifal o Kurt Moll a Gurnemanz y se esforzaran en transmitir la angustia, la desesperación de hombre y mujeres destruidos, el contraste con la belleza del entorno minimizaba la actuación y les quitaba fuerza. Girard trabajó en cambio con una escenario minimalista donde prevalecía la oscuridad y la sangre. La tierra baldía de Monsalvat no podía mostrarse de otra manera. Es un paisaje quemado, donde la memoria ha perdido la capacidad de recordar momentos de armonía o luz. La redención, cuando viene, es esperada, anunciada como una necesidad, anhelada con espasmos de furia por hombres traumatizados al borde de la muerte psicológica y política, cuando no de la física.
Wagner era abiertamente crítico a toda identificación o vinculación con religiones organizadas y se limitaba, al menos sus héroes lo hacen, a una piedad individual, difícil de asimilarse a cualquier dogmática. Pero no hay forma, sin embargo, de escapar a una situación fundamental: el regreso de Parsifal a Montsalvat, ya a punto de alcanzar la redención anhelada, tiene lugar en Semana Santa, un Viernes Santo específicamente. Y si bien el montaje de Otto Schenk en 1992 transforma las sesiones de los Caballeros del Grial en imágenes propias de cualquier misa dominical en una humilde parroquia de Caracas, pacífica y sencilla, la visión de Girard en cambio impulsa una lectura que hace hincapié en la simbología del infierno. La desolación espiritual de los personajes encuentra aquí perfecta concordancia con el montaje. Con Schenk predominan las luces y los colores y se hace énfasis en la redención, en una salvación inminente; Girard se afinca en la pérdida, en el dolor y nunca sale de la oscuridad. Sólo al final del Acto III se reconoce la redención, sin que desaparezca el paisaje destruido por la sequía, consecuencia de la corrupción de un monarca incapaz de cumplir con sus obligaciones. Una herencia con la que tendrán que vivir los Caballeros del Grial.
Girard establece un diálogo con la pintura romántica francesa. Las escenas del primer y tercer acto nos recuerdan a Géricault y Delacroix, sobre todo La balsas de las medusas y La masacre en Chios. Monsalvat fue mostrado como un tablaux vivant, con predominio del contraste de luces y oscuridad, acompañados de un horror más propio de la guerra. El acto segundo, en cambio, que ocurre en el castillo mágico de Klingsor, es surrealista. Los cantantes caminan en un charco de sangre, como un pantano rojo espeso que no deja por un segundo de mostrar la verdadera naturaleza del responsable intelectual del hurto de la lanza y la putrefacción de la comunidad del Grial. La sangre quizás sea el elemento que une los tres actos: la que se desprende de la herida de Amfortas y el cisne destruido por el joven Parsifal, como la que rodea la fortaleza de Klingsor. La sangre santifica, pero también corrompe, bien sea la herida de Cristo o la castración de Klingsor, para intentar expiar, sin resultado alguno, sus faltas y pecados. Tal como ocurre en los Nibelungos, es muy fácil pasar de un lectura simbólica a una política, de ahí la riqueza y el genio de Wagner.
La última obra de Wagner recuerda o resume a las anteriores: Parsifal se parece a Sigfried y Klingsor a Alberich. El enano se venga por la pérdida del amor, al igual que Klingsor y ambos claman y organizan su venganza, para terminar enfrentándose y conocer la derrota ante figuras de pureza mítica, demasiado semejantes a Cristo, a quien parecen a veces intentar sustituir. Al igual que Sigfried, Parsifal sufre y vive intensamente su complejo edípico y la obra se sumerge, a diferencia de las fuertes opiniones políticas que empapan los trabajos de su contemporáneo Verdi, en el inconciente colectivo, en arquetipos míticos y la religión. Tanto Sigfried como Parsifal se asoman como seres inocentes, no corrompidos por el miedo o la avaricia, aunque el primero muera asesinado, víctima de un complot político y el resentimiento; mientra que el segundo se transforma, dejando de ser el tonto santo el, Holy Fool, que reaparece frecuentemente en las culturas eslávicas, para termina como sabio y líder de la esotérica comunidad del Grial. El origen de ambos personajes es común, pero se diferencian en la muerte y la transformación que sufren, aún cuando ambos participen en la redención de la comunidad a la cual pertenecen.
El preludio al Acto III, después incluso de haber superado Parsifal la prueba de Kundry, la seducción a la que fue objeto y haber vencido a Klingsor con sus propias armas, es una música oscura, densa, dolorosa, infinitamente menos ligera que el preludio del Acto I. Al punto que la primera voz humana que se oye en el Acto III es un quejido: los gritos y el lamento casi animal de Kundry, ya más allá de la desesperación, totalmente aniquilada, destruida. Gurnemanz, al escucharla, comenta:
Von dorther kam das Stöhnen.
So jammervoll klagt kein Wild,
und gewiS gar nicht am heiligsten Morgen heut´.
Ninguna bestia gritaría de manera tan lastimosa y menos aún un Viernes Santo. Y aún así, aquel montaje de Schenk fue el de un paisaje en Apartaderos, con praderas, flores y arroyos. El mismo Wolfgang Wagner, nieto del Maestro, realizó en Bayreuth otro montaje que ya somos incapaces de apreciar, después de haber ido al Met este año. Cometió la indiscreción de mostrar a Monsalvat en todo su esplendor, como si relatara una historia medieval, al margen de culpas, anhelos de redención y pecado. Y si así fue el primer montaje de la obra en 1882, con razón Nietzsche acusó a su antiguo amigo de decadente. Su extraordinario e irritante verbo no lo perdonó: How terribly Wagnerian orchestration affects me! I call it the Sirocco. A disagreeable sweat breaks out all over me. All my fine weather vahishes. Las aspiraciones de Nietzche como aficionado a la ópera eran otras: Il faut méditerraniser la musique. El montaje absurdo de Wolfgang Wagner no ayuda a balancear la indigestión religiosa del Maestro (budismo, cristianismo y Shopenhauer, por encimita). El exceso de optimismo que producen estos primeros montajes podrían realmente, tal como lo hace Nietzsche, ser considerados como una enfermedad mental, como si los Directores no se tomaran en serio las palabras y el horror de Monsalvat. Wagner est une névrose, sentenciaba el filósofo, después de haber presenciado Parsifal. La producción de Girard resuelve con gran lucidez, entregándonos un paisaje mítico, terriblemente oscuro, que apenas se ilumina con las camisas blancas de los Caballeros del Grial, incluyendo la del nuevo Rey, en contraste con el horror y la desolación del entorno. Pude darme cuenta entonces, al regresar mi avión en Venezuela, que nunca había salido de Monsalvat.