Mientras que Thomas Wolfe escribe largas narraciones – Look Homeward, Angel y You Cant Go Home Again – sobre la imposibilidad de regresar al hogar una vez que se ha salido de él, Gershom Scholem parte de la adolescencia con la obsesión de encontrar uno, de fundarlo o recrearlo. El nuevo libro de George Prochnik es una investigación muy personal sobre el hombre que sacó del anonimato a la Cábala Judía: Stranger in a Stranger Land: Searching for Gershom Scholen and Jerusalem, un ensayo a mitad de camino entre el relato autobiográfico y la investigación académica, donde confiesa las razones personales que tuvo para estudiar el tema, tanto como el resultado de sus investigaciones. Igual ocurrió en su último trabajo, The Impossible Exile: Stefan Zweig at the End of the World, donde es imposible separar el esfuerzo por entender un período de la historia, sin tomar en cuenta las circunstancias personales del historiador al momento de fajarse con el teclado y asumir las consecuencias éticas de su identificación personal con el objeto de estudio.
¿Qué le pasa a esta gente, exclamaba el neokantiano Hermann Cohen, uno de los más importantes filósofos judíos del siglo XIX, refiriéndose a los sionistas, será que quieren ser felices? El espacio de la política parecía coincidir con el de la religión, ambos se afanaban en señalar a la comunidad judía en el exilio (desde la destrucción del Templo por los romanos) las coordenadas geográficas que permitirían el regreso al hogar. El mismo nombre de pila de Scholem prefiguraba su vida, es el mismo del hijo de Moisés con Tzipora, la hija de Jethro. La fe tiene su contraparte política: el Exodo bíbilico narra el encuentro con Dios tanto como el reconocimiento de la identidad de un cuerpo político. La toma de conciencia individual es inseparable de la social. Una señal importante, al menos para Prochnik, fue la de encontrar tumbas muy antiguas cerca de la casa donde vivía, cuando se fue a vivir a Jerusalén y hacer realidad un proceso de conversión familiar que lo llevó a la ciudad santa para estudiar hebreo y hacer su posgrado. Se dio cuenta que las lápidas tenían una inscripción en arameo, posiblemente de la época de los Macabeos: “Aquellos que viven – se regocijan.” Es la obsesión, la determinación a todo lugar de encontrar un hogar perdido en la historia, tanto como garantizar la seguridad física necesaria para hacerlo. La muerte sus puertas y Walter Benjamin, su gran amigo, la persona que más quiso en toda su vida, así lo demostró con la suya. Scholem no tuvo descendencia física, su familia era más amplia, sus hijos eran de otro tipo, su legado estaba garantizado. Encontró su lugar como sionista tanto como investigador, rescató una tradición y le dio su espacio en la vida universitaria. No era sólo una cuestión de poder estudiar adecuadamente al misticismo judío, sino de sobrevivir en el intento, de no morir acosado por fuerzas paganas, empeñadas en destruirlo.
Scholem rechazaba la tradicional teología nacionalista del judaísmo que identificaba pensamiento con territorio. La fe no debía expresarse a través de una ideología, el mismo peligro que Prochnik detectó al ver como familias ultra-ortodoxas ocupaban un espacio demográfico cada vez mayor en la Jerusalén de hoy. Scholem quería rescatar la Cábala del sótano de la conciencia judía, donde había sido escondida, relegada por los guardianes de la fe. Los paralelos con Freud eran obvios: el psicoanalista vienés luchaba contra la represión institucional de la violencia sexual y Scholem le daba nombre a una presencia irracional escondida en el trapero de la cultura judía. Sin ser visitante asiduo a las sinagogas, el joven berlinés consideraba al secularismo como un rasgo de transición en el sionismo. Lo que no previó fue la fuerza que iba a adquirir el movimiento ultra-ortodoxo y la carga de violencia y discriminación racial que acompañaría la ocupación y colonización de la Franja Occidental a partir de 1967. Se identificaba con las enseñanzas de la Torah: serás una nación santa, una nación de sacerdotes (Exodo, 19:6) y nunca, añadiría uno, un país de soldados e informantes del Mossad y el Shin Bet.
A diferencia de Stefan Zweig y Walter Benjamin, otros dos geniales judíos de su tiempo, Gershom Scholem quiso trascender ese deseo de muerte o death wish que parecía encajonar a cierto judaísmo europeo, incapaz de tomar la decisión inmediata de emigrar a Palestina. Prochnik, al mismo tiempo que estudiaba a Scholem, partió a Jerusalén con su esposa e incluso hizo su pasantía en el Ejército, como otro ciudadano más. Su aproximación al autor de Zur Kabbala und ihrer Symbolik es apasionante y debe leerse también como un texto autobiográfico, como las memorias de un joven académico que intenta, como diría Scholem, vivir responsablemente en la historia.