Las tragedias sociales ameritan una explicación y nada como la Shoah, ningún acontecimiento tan radical o transcendental. Si existe la maldad absoluta en este mundo y el genocidio nazi es una prueba mayúscula de tal presencia, debe existir también una contraparte capaz de mostarle al universo la voluntad de ir al bien absoluto. Una cosa prefigura a la otra. La absoluta perversión de los delicuentes que secuestraron a Alemania, tuvo su contrapunto en el coraje de los que los enfrentaron. La destrucción que el mal arroja al mundo como legado debe enfrentarse; y explicarse en su dimensión espiritual, no sólo política. La identidad más profunda del Estado nazi fue la violencia y la mentira; ninguna otra salida sino denunciarla como lo que es: un fraude de dimensiones cósmicas.
Salvando distancias, el apocalipsis venezolano muestra el lado más oscuro de la historia latinoamericana, pero también incluye la esperanza de una sociedad mejor y la necesaria negación del presente horror. La transfiguración de nuestro país se inicia al pensar en la posibilidad de una existencia armónica, centrada en libertades, así como en la certeza de contar nosotros con una poderosa conciencia moral. El desastre de hoy es el preludio a la reconstrucción del país. El libro del Génesis, escribía Scholem, nos habla de la presencia de la divinidad en lo cotidiano. Esta sentido de reverencia, esta intimidad con lo sagrado, nos anima a luchar contra el mal. La inocencia debe recuperarse.
El sionismo no era una obsesión política para el joven Scholem, más bien una búsqueda utópica, la nostalgia del absoluto, la persecución de un ideal de pureza que debía concretarse en una forma de organización social y en una lengua: el hebreo. Su visión de Jerusalén, la forma como entendió la ciudad al llegar a Palestina, fue una proyección de los ideales y necesidades de la experiencia judía en la República de Weimar. Al igual que la colonización del continente americano durante el siglo XVI fue también la proyección de ideales utópicos, realistas o no, tal como lo entendieron algunos humanistas durante el Renacimiento, Tomás Moro entre ellos. La reconstrucción de Zion no tendría comparación, a su juicio, con el humanismo europeo, ni siquiera con los ideales y la historia del clasicismo griego. Prochnik recuerda al libro que Scholem quiso escribir (y no hizo): Jerusalem for a Thinking Humanity or a Large Measuring Rod in the Vest Pocket. Tendría que afinar sus investigaciones, enfocándose en la experiencia del hombre de carne y hueso, pero sin dejar de tomar en cuenta lo irracional en la conciencia, tal como se manifiesta en el mito. El judaísmo, llegó a decir, se empeñó en separar y destruir la unidad de Dios, cosmo y y hombre presente en el mito. Aisló la figura de Dios del mundo real y el concepto de la divinidad quedó aislado, vacío, limpio de todas las arbitrariedades, errores e inmundicias del mundo terrenal. La religión eliminó los rasgos antropomórficos y mitológicos de Dios para quedarse con un concepto, una idea no contaminada. La Cábala, por otro lado, buscaba restaurar esa presencia mitológica, o dicho de otra manera, la experiencia de unidad psíquica, la reintegración de lo irracional, de lo oculto y reprimido en la vida consciente. A diferencia de Freud, que organizaba su teoría alrededor de los mitos griegos, Scholem lo hizo a partir de mitos bíblicos. La historia del judaísmo parecía un juego o equilibrio, una tensión entre la pureza de Dios y la realidad tal como es experimentada por el judío de a pie. Al forzar los rabinos una percepción de Dios libre de toda imagen (o pecado), la Cábala regresó a tierra. Una verdadera rebelión de retorno al polvo. Recuerdo haber entrado hace años a la Sinagoga Mikvé Israel en Willemstad en Curazao, llamada también Snoa (diminutivo de esnoga, vieja palabra ladina utilizada para designar la sinagoga). El piso sigue siendo de arena, como para recordarnos qué somos y a dónde vamos. Al menos eso pensé yo, turista ingenuo, bien equipado con una cámara japonesa. La realidad es que la arena recordaba a los ancestros ibéricos durante la Inquisición, cuando camuflaban con el polvo el ruido de sus pasos al entrar a la Sinagoga, para no delatar su presencia a los perseguidores.
Dios desconfió a veces de su creación, convencido por ratos de la inutilidad y maldad intrínseca de los seres humanos, tal como se narra en el Génesis, pero siempre terminó dando muestras de su respaldo definitivo. ¿Como entender esa ambivalencia, ese retroceso, ese darle la espalda a la Creación, para luego reiterar al pueblo judío la continuidad de su Alianza? El exilio de los judíos es el exilio de Dios, el dolor de un pueblo que sufre amenazas y maltratos tiene su contraparte en el dolor de Dios. Leemos y estudiamos la Torah no sólo para recordar los grandes acontecimientos bíblicos, sino para recordarlos por medio de una lectura mística que ilumina nuestro presente con una presencia de significado capaz de explicar todo, así luzca irracional.
El sionismo político, argumentaba Scholem, minimizaba la naturaleza de un movimiento que debía empeñarse en la reconstrucción del judaísmo como modelo y sistema de vida. El nacionalismo diluía el sentido místico que el retorno a Jerusalén prometía. El uso de la lengua hebrea no debía reducirse a necesidades pragmáticas, vinculadas a la política. Su utilización debía tener un fundamento religioso. La única ética posible era la locura de la santidad. El lenguaje debía ser un ejercicio de transcendencia negativa, un idioma para destruir las imperfecciones del alma humana, no un arma de guerra y acción política. Uno aprende hebreo para experimentar el silencio por primera vez, el mismo silencio de la Creación. La inmediatez de una lengua mágica, cabalística en esencia, no puede reducirse a la condición de signo. La tentación de la serpiente en el Génesis fue precisamente haber seducido a Adán con la lengua y el idioma del conocimiento. El hebreo es profético o no lo es, conduce a una experiencia no-mediada con la divinidad o no tendría sentido estudiarlo. Es un lenguaje purificado que libera la conciencia. Sus verbos nos hacen regresar al tiempo inicial de la historia.
Una revolución, sostuvo Scholem, ocurre cuando se intenta establecer el reino mesiánico, pero sin tomar en cuenta las enseñanzas de las Escrituras. Los compromisos ineludibles de un movimiento político, duramente pragmático como lo entendía Ben Gurión o Jabotinsky, no podía ser anarquista. Igual ocurre en Venezuela hoy en día: las acciones estudiantiles, por más valientes que sean, carecen a veces del elemento pragmático capaz de materializar negociaciones con el chavismo y evadir así la creciente parálisis del país. La lectura de la Torah es un camino para reencontrarnos con verdades que la política no es capaz o no quiere reconocer. El sionismo no era para Scholem tan solo una plataforma política, sino un movimiento de regreso a las Escrituras. Su amigo Walter Benjamin optó por la Revolución, él se fue a Palestina al darse cuenta que la religión era una toma de conciencia del orden del universo, más que un instrumento de cambio político. Al tomar la decisión de escribir tu tesis de doctorado sobre las raíces lingüísticas de la Cábala, Scholem pensó que su escritura tendría consecuencias sociales, sería la acción sionista por excelencia. Justamente lo mismo que motivó a George Prochnik para irse a Jerusalén con su familia e intentar escribir años después, a partir del recuerdos de su estadía en la ciudad, una aproximación vital a la figura y la obra de Gershom Scholem – Stranger in a Strange Land –, que también resultó un hermoso relato de sus encuentros y desencuentros con la Israel de hoy.